Se le empañaban los ojos, como el cristal delantero de un coche después de un diluvio universal. Ella se estremecía, como tantas veces en aquellos últimos meses. Sin embargo, para ella los meses ya no pasaban, ni sucedía la primavera al frío invierno. Se mimetizaba con el otoño, dejaba caer sus lágrimas como hojas muertas que han perdido la fuerza tras resistir un año entero. Eso era lo que más le dolía, haber resistido al borde del precipicio para que al final él la empujara al vacío. Vacío, eso era más aún de lo que creía albergar en su corazón, tan lleno de vendas en los ojos y de clavos que prometían sacar el clavo anterior. Nunca había reparado en la fragilidad del tiempo, hasta que él se llevó todas las leyes de la Física, imponiendo las suyas propias. Fue entonces cuando el tiempo se comenzó a esfumar entre sus pestañas cada vez que cerraba los ojos para rememorar cómo era compartirlo a su lado. Que dicen que el tiempo se puede medir en segundos, minutos... Eso es mentira, la unidad de medida universal son las sucesivas cicatrices que nunca se cierran, esas sí que saben medir lo lento que transcurre la vida. Ella conocía el dolor, pero no sabía que el peor desamor es el que sufrimos con nosotros mismos.
Después de todo, ella tenía miedo. Había dejado escapar tantos trenes por el miedo a perder, por llegar a una estación sin nombre. Y aún así, aunque en un tren no se llegue al destino esperado, la vida es un andén con trenes constantes.
Nunca dejes de buscar tu tren, ese tren que te conduzca a ti misma. No encontrarás en ningún sitio mejor amparo que en tu propio corazón.